Jorge Volpi / La cifra y la muerte
Reforma
(26-Feb-2012).-
La madrugada
del 13 de marzo de 1964, Kitty concluyó su turno en el bar como de
costumbre, tomó su automóvil y lo estacionó a unos metros del conjunto
donde vivía, en Kew Gardens. En cuanto inició el camino a casa,
distinguió una sombra a sus espaldas. Atemorizada, Kitty corrió hacia la
calle Austin, seguida de cerca por un hombre. Antes de que pudiera
refugiarse en un edificio, el intruso le asestó dos cuchilladas por la
espalda. "¡Auxilio!", gritó la joven. De entre las decenas de
departamentos de la zona, sólo uno de los vecinos abrió la ventana y
exclamó: "Dejen en paz a esa chica". Al constatar que las luces se
apagaban, el maleante buscó a Kitty, quien se había arrastrado hasta un
porche. Al descubrirla, el sujeto, identificado luego como Winston
Moseley, volvió a acuchillarla; luego la violó y la abandonó a su
suerte.
De acuerdo con el New York Times, el asalto se prolongó por más de
media hora, hasta que por fin alguien llamó a la policía. Kitty Genovese
murió a las 4:15 de la mañana. Al menos 38 personas observaron el
incidente sin que ninguna se decidiese a llamar a la policía; de haberlo
hecho al inicio del ataque, una patrulla habría tardado menos de 10
minutos en llegar.
Aunque estudios posteriores han puesto en duda la precisión de este
relato, en su momento desató una profunda indignación pública y dio
lugar a que dos investigadores, John Darley y Bibb Latané, condujesen un
célebre experimento psicológico, el cual dio como resultado el llamado
"síndrome de responsabilidad difusa" y el "efecto espectador". Sus
paradójicas conclusiones indican que, entre más personas observan una
emergencia, el tiempo que una de ellas tarda en intervenir se vuelve más
largo. En otras palabras: la tendencia imitativa inscrita en nuestros
genes nos frena a la hora de tomar una decisión distinta a la de quienes
nos rodean.
¿Por qué recordar hoy a Kitty Genovese? Porque es como si todo México
sufriera en estos años del "efecto espectador". Las víctimas comparecen
frente a nosotros todos los días, a todas horas, en la televisión y en
la radio, en la prensa y en las redes sociales. Ubicuas, inobjetables.
Sin embargo, debido a que nuestras neuronas espejo no se involucran
emocionalmente con abstracciones, nos hemos acostumbrado a convivir con
ellas, como si los muertos fuesen una compañía natural cada mañana y
cada noche, semejantes a las predicciones de los meteorólogos o al Himno
Nacional que cierra las transmisiones.
"Hoy ha habido 12 ejecuciones", "72 cadáveres han aparecido en una
fosa" o "El número de muertes violentas ha llegado a 50,000", escuchamos
sin descanso. A continuación aparecen los expertos -o, peor aún, los
voceros oficiales- para indicarnos que no, que los muertos no son
50,000, sino 47,500, o 48,221, o 62,124. A los cuales habría que sumar
los 18,000 desaparecidos, según el recuento de diversas ONG. Cifras y
más cifras que pasamos por alto, indiferentes a lo que significan. Ése
es nuestro escudo: habiendo tantas personas involucradas, no seré yo el
primero en actuar.
Pareciera como si los 112,336,538 de mexicanos estuviésemos
confinados en ese conjunto de apartamentos en Queens y, frente al
asesinato de 47,512 o 50,603 Kitties, ninguno de nosotros se decidiese a
actuar. Algunos dirán que las situaciones no son equivalentes, que un
país no es un edificio o, de manera aún más miserable, que la mayor
parte de los 48,270 o 53,400 muertos -¿pero quién puede saberlo, si las
cifras ni siquiera son confiables?- pertenecen a los malvados y por
tanto sus muertes no deberían importarnos tanto.
Cada vez que un atildado funcionario comparece en televisión,
asegurando que toda la culpa es de cárteles que se ajustician entre sí,
se me revuelve el estómago. Es como si un médico dijese a los familiares
de un paciente con cáncer: no se preocupe, sólo se multiplican las
células malignas. Un buen gobernante no se desgarra las vestiduras
frente a la horrible situación presente -los 30,000 o 40,000 narcos que
en teoría se matan entre sí-, sino que se pregunta: "¿Por qué lo
hacen?". Y, en vez de lavarse las manos, intenta prevenir la enfermedad.
¿Cómo? De la única forma posible: con profilaxis social. Con educación
de buen nivel. Con cultura. Con oportunidades de trabajo.
Si admiramos a los héroes y execramos a los villanos, es porque nos
resulta terriblemente difícil separarnos de los demás: para bien o para
mal, la evolución nos diseñó para copiarnos unos a otros. Pero si no
queremos contemplarnos con vergüenza, como los 38 testigos que no
auxiliaron a Kitty porque pensaron que alguien más haría la llamada,
tenemos que exigir, sin tregua ni respiro, que las autoridades
desmenucen esos números. Sólo el candidato que sea capaz de prometer un
listado preciso y exhaustivo de esos 48,234 o 65,967 muertos debería
tener nuestro voto. Porque sólo si transformamos las cifras en vidas y
destinos concretos, nuestros torpes cerebros serán capaces de comprender
un poco la tragedia que nos circunda.
domingo, 4 de marzo de 2012
sábado, 3 de marzo de 2012
Manifiesto
Todo manifiesto es un desplante, tiene espíritu revolucionario, es fundacional y propone la construcción de una utopía
Héctor Zagal
Héctor Zagal
Ciudad de México (26 febrero 2012).- En 2010, comenzó a circular el Manifiesto de los economistas aterrados
contra los errores y horrores del neoliberalismo financiero. Palabras
más, palabras menos, el manifiesto denuncia la trampa del neocapitalismo
que consiste en "proteccionismo para los ricos, libre mercado para los
pobres".
Obviamente, no simpatizo con los financieros. Lamentablemente, mi ignorancia me impide suscribir o rechazar dicho documento. No sé suficiente sobre economía (¿los financieros sí?) como para pronunciarme. Hoy simplemente quiero hablar del "manifiesto" como género literario. ¿Cómo se originan?, ¿cuál es su entorno propicio?
El origen del intelectual
Antes del Renacimiento, los artistas eran artesanos. Cientos de pinturas y esculturas góticas carecen de firma. Si un carnicero o un zapatero no firmaba su producto, ¿por qué habría de firmarlo un escultor? En pleno siglo 18, los músicos seguían siendo personajes menores. Leopold Mozart vistió la librea con el escudo de armas de su patrón, el príncipe arzobispo de Salzburgo. Las tirantes relaciones de Johann Sebastian Bach con sus empleadores hablan de la poca consideración que les merecía el músico. Músicos, pintores, escultores arquitectos eran considerados, ciertamente, artesanos más cualificados que un sastre o un zapatero, pero, al fin y al cabo, artesanos.
La situación de los académicos medievales era mejor. Los doctores en Filosofía, Teología y Derecho influían en algunas decisiones públicas. Reyes y Papas consultaron, por ejemplo, al cuerpo de doctores de la Universidad de París. El claustro de profesores era un referente obligado para temas públicos de cierta importancia. Sin embargo, las universidades mantenían fuertes compromisos políticos con el papado y con la nobleza; en consecuencia, sus opiniones corporativas fueron, ordinariamente, muy conservadoras (Juana de Arco, por citar un caso, fue acosada por el lobby universitario de París, partidario del rey de Inglaterra).
Durante el Renacimiento, comenzó a configurarse el "intelectual". Fueron letrados y artistas que se consideraron a sí mismos con la capacidad de opinar sobre algunos temas más o menos públicos. Entre tropiezos, los "intelectuales" se fueron ganando el reconocimiento de los poderosos y, sobre todo, consiguieron independizarse del control gremial, aunque no así del mecenazgo de las élites económicas, políticas y religiosas. Y sin intelectuales, no hay manifiestos.
Los manifiestos y la revolución
Los manifiestos presentan un dejo de arrogancia. Escribir y publicar un manifiesto supone saberse alguien en la palestra pública. Los autores de los manifiestos se creen importantes. Revisemos el Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores (1923). Las firmas que lo avalaron, aunque jóvenes, ya se perfilaban como claves para la plástica mexicana: Rivera, Siqueiros, Orozco... No imagino a Bach firmando un manifiesto sobre el compromiso nacionalista del arte de la fuga, ni a los hermanos Limbourg —miniaturistas góticos— escribiendo algo parecido a los manifiestos estridentistas (1921-1923) de Manuel Maples Arce.
Todo manifiesto es un desplante. Esos desplantes son posibles cuando el letrado y el artesano ascienden en la escala social. Firman manifiestos quienes tienen algo que decir en contra de la tradición. Me viene a la cabeza el Primer Manifiesto Treinta-Treintista (1928), en el cual un grupo de pintores mexicanos se despacha al "conventillo académico" y, de paso, acribilla a "las niñas pintoras en busca de novio" y a los "niños góticos que a la edad de la punzada se sienten artistas".
Otra característica del manifiesto es su espíritu revolucionario. El Manifiesto del Partido Comunista (1848), por citar el caso paradigmático, anuncia la nueva era. Los manifiestos rompen con los valores heredados; son inquietantes, provocadores, revulsivos. Se escriben para romper con el pasado y el estatus quo. Por ello, debajo de los manifiestos se esconde el mesianismo. Y es que, desde el siglo 18, el nuevo rostro de la redención es la revolución.
Lógicamente, la edad de oro de los manifiestos fue la época de las vanguardias artísticas. La palabra vanguardia remite a la jerga militar. La avanzada de un ejército, frecuentemente tropa de élite, se llama "vanguardia". ¿Por qué se lucha? Los revolucionarios pelean para redimir.
Este talante redentor (no hay redención sin sangre) se palpa en el SCUM Manifiesto (1967). En él, Valerie Solanas proclama el feminismo radical contra los varones. Radical, redentor y revolucionario fue también el manifiesto del Círculo de Viena La concepción científica del mundo (1929). Este documento, credo del positivismo lógico, arremete inmisericordemente contra la metafísica y ensalza la ciencia empírica con euforia digna de la Ilustración. "La concepción científica del mundo sirve a la vida y la vida la acoge", pregonan sus autores.
Los manifiestos son fundacionales. Escritores y artistas asumen el papel de profetas laicos: regañan, corrigen, enseñan, guían y fundan. Imitando al Moisés bíblico, los intelectuales pontifican en dónde debe fundarse la nueva ciudad.
Los manifiestos no son sólo un posicionamiento, una denuncia, una declaración. Suelen proponer la construcción de una utopía, ya sea pequeña o grande, ya sea política o artística. Mondrian y el Manifiesto neoplasticista (1917) despojan al arte del ornamento superfluo, proclamando, simultáneamente, la abstracción y simplificación cromática. El fascistoide Manifiesto futurista de Marinetti (1908) desprecia los museos, las academias, las bibliotecas, el feminismo, pero plantea una propuesta: "Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia". Comunismo, escritura automática, realismo socialista son algunas de esas utopías. No hay manifiesto auténtico sin ideal.
La libertad del intelectual vs. el manifiesto
Los manifiestos entrañan una paradoja. Son posibles porque el artista y el intelectual se emanciparon de los gremios medievales. El peso del documento descansa en el prestigio de quienes lo firman. Pero los manifiestos apuntan hacia la formación de un movimiento, de una escuela, de un estilo. Ni siquiera el Primer Manifiesto Surrealista (1924) de Breton escapó a la fascinación del ideal absoluto: "Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener este viejo fanatismo".
Acaso, los Siete Manifiestos Dada (1924) advierten la tensión entre la libertad individual y los principios grupales. "Yo escribo un manifiesto y no quiero nada, sin embargo digo ciertas cosas, y estoy por principio contra los manifiestos, como también estoy contra los principios", nos dice Tristan Tzara.
Un documento fundacional, por muy revolucionario que sea, fácilmente deviene en un documento fundamentalista; tarde o temprano aparece el "viejo fanatismo" previsto por Breton. Muchos manifiestos propiciaron la persecución de los disidentes. Los manifiestos encorsetan la individualidad de los artistas y de los escritores, y, por eso, desconfiamos de ellos.
Esta tensión interna, sumada al desencanto posmoderno, ha hecho del manifiesto un género en extinción. Somos demasiado individualistas y demasiado escépticos como para pensar que un manifiesto puede cambiar algo. Quizá por ello, el Manifiesto de los economistas aterrados no merezca sino el nombre de denuncia.
Héctor Zagal, filósofo y ensayista @hzagal
Obviamente, no simpatizo con los financieros. Lamentablemente, mi ignorancia me impide suscribir o rechazar dicho documento. No sé suficiente sobre economía (¿los financieros sí?) como para pronunciarme. Hoy simplemente quiero hablar del "manifiesto" como género literario. ¿Cómo se originan?, ¿cuál es su entorno propicio?
El origen del intelectual
Antes del Renacimiento, los artistas eran artesanos. Cientos de pinturas y esculturas góticas carecen de firma. Si un carnicero o un zapatero no firmaba su producto, ¿por qué habría de firmarlo un escultor? En pleno siglo 18, los músicos seguían siendo personajes menores. Leopold Mozart vistió la librea con el escudo de armas de su patrón, el príncipe arzobispo de Salzburgo. Las tirantes relaciones de Johann Sebastian Bach con sus empleadores hablan de la poca consideración que les merecía el músico. Músicos, pintores, escultores arquitectos eran considerados, ciertamente, artesanos más cualificados que un sastre o un zapatero, pero, al fin y al cabo, artesanos.
La situación de los académicos medievales era mejor. Los doctores en Filosofía, Teología y Derecho influían en algunas decisiones públicas. Reyes y Papas consultaron, por ejemplo, al cuerpo de doctores de la Universidad de París. El claustro de profesores era un referente obligado para temas públicos de cierta importancia. Sin embargo, las universidades mantenían fuertes compromisos políticos con el papado y con la nobleza; en consecuencia, sus opiniones corporativas fueron, ordinariamente, muy conservadoras (Juana de Arco, por citar un caso, fue acosada por el lobby universitario de París, partidario del rey de Inglaterra).
Durante el Renacimiento, comenzó a configurarse el "intelectual". Fueron letrados y artistas que se consideraron a sí mismos con la capacidad de opinar sobre algunos temas más o menos públicos. Entre tropiezos, los "intelectuales" se fueron ganando el reconocimiento de los poderosos y, sobre todo, consiguieron independizarse del control gremial, aunque no así del mecenazgo de las élites económicas, políticas y religiosas. Y sin intelectuales, no hay manifiestos.
Los manifiestos y la revolución
Los manifiestos presentan un dejo de arrogancia. Escribir y publicar un manifiesto supone saberse alguien en la palestra pública. Los autores de los manifiestos se creen importantes. Revisemos el Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores (1923). Las firmas que lo avalaron, aunque jóvenes, ya se perfilaban como claves para la plástica mexicana: Rivera, Siqueiros, Orozco... No imagino a Bach firmando un manifiesto sobre el compromiso nacionalista del arte de la fuga, ni a los hermanos Limbourg —miniaturistas góticos— escribiendo algo parecido a los manifiestos estridentistas (1921-1923) de Manuel Maples Arce.
Todo manifiesto es un desplante. Esos desplantes son posibles cuando el letrado y el artesano ascienden en la escala social. Firman manifiestos quienes tienen algo que decir en contra de la tradición. Me viene a la cabeza el Primer Manifiesto Treinta-Treintista (1928), en el cual un grupo de pintores mexicanos se despacha al "conventillo académico" y, de paso, acribilla a "las niñas pintoras en busca de novio" y a los "niños góticos que a la edad de la punzada se sienten artistas".
Otra característica del manifiesto es su espíritu revolucionario. El Manifiesto del Partido Comunista (1848), por citar el caso paradigmático, anuncia la nueva era. Los manifiestos rompen con los valores heredados; son inquietantes, provocadores, revulsivos. Se escriben para romper con el pasado y el estatus quo. Por ello, debajo de los manifiestos se esconde el mesianismo. Y es que, desde el siglo 18, el nuevo rostro de la redención es la revolución.
Lógicamente, la edad de oro de los manifiestos fue la época de las vanguardias artísticas. La palabra vanguardia remite a la jerga militar. La avanzada de un ejército, frecuentemente tropa de élite, se llama "vanguardia". ¿Por qué se lucha? Los revolucionarios pelean para redimir.
Este talante redentor (no hay redención sin sangre) se palpa en el SCUM Manifiesto (1967). En él, Valerie Solanas proclama el feminismo radical contra los varones. Radical, redentor y revolucionario fue también el manifiesto del Círculo de Viena La concepción científica del mundo (1929). Este documento, credo del positivismo lógico, arremete inmisericordemente contra la metafísica y ensalza la ciencia empírica con euforia digna de la Ilustración. "La concepción científica del mundo sirve a la vida y la vida la acoge", pregonan sus autores.
Los manifiestos son fundacionales. Escritores y artistas asumen el papel de profetas laicos: regañan, corrigen, enseñan, guían y fundan. Imitando al Moisés bíblico, los intelectuales pontifican en dónde debe fundarse la nueva ciudad.
Los manifiestos no son sólo un posicionamiento, una denuncia, una declaración. Suelen proponer la construcción de una utopía, ya sea pequeña o grande, ya sea política o artística. Mondrian y el Manifiesto neoplasticista (1917) despojan al arte del ornamento superfluo, proclamando, simultáneamente, la abstracción y simplificación cromática. El fascistoide Manifiesto futurista de Marinetti (1908) desprecia los museos, las academias, las bibliotecas, el feminismo, pero plantea una propuesta: "Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia". Comunismo, escritura automática, realismo socialista son algunas de esas utopías. No hay manifiesto auténtico sin ideal.
La libertad del intelectual vs. el manifiesto
Los manifiestos entrañan una paradoja. Son posibles porque el artista y el intelectual se emanciparon de los gremios medievales. El peso del documento descansa en el prestigio de quienes lo firman. Pero los manifiestos apuntan hacia la formación de un movimiento, de una escuela, de un estilo. Ni siquiera el Primer Manifiesto Surrealista (1924) de Breton escapó a la fascinación del ideal absoluto: "Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener este viejo fanatismo".
Acaso, los Siete Manifiestos Dada (1924) advierten la tensión entre la libertad individual y los principios grupales. "Yo escribo un manifiesto y no quiero nada, sin embargo digo ciertas cosas, y estoy por principio contra los manifiestos, como también estoy contra los principios", nos dice Tristan Tzara.
Un documento fundacional, por muy revolucionario que sea, fácilmente deviene en un documento fundamentalista; tarde o temprano aparece el "viejo fanatismo" previsto por Breton. Muchos manifiestos propiciaron la persecución de los disidentes. Los manifiestos encorsetan la individualidad de los artistas y de los escritores, y, por eso, desconfiamos de ellos.
Esta tensión interna, sumada al desencanto posmoderno, ha hecho del manifiesto un género en extinción. Somos demasiado individualistas y demasiado escépticos como para pensar que un manifiesto puede cambiar algo. Quizá por ello, el Manifiesto de los economistas aterrados no merezca sino el nombre de denuncia.
Héctor Zagal, filósofo y ensayista @hzagal
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